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Infierno primera parte de Desiderio Mundi Infierno segunda parte de desiderio mundi
Infierno tercera parte de desiderio mundi
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DESIDERIO MUNDI. EL MUNDO SUBTERRANEO


Si en el mundo urbanizado de las torres y ciudades de Miguel Chicharro el sueño de la razón acecha entre sus grietas amenazando el orden matemático de la arquitectura, en los negros paisajes de Desiderio Mundi el bosque, la jungla, los terrores primigenios, los viejos temores afloran e invaden, con su presencia monstruosa, las desoladas ruinas donde una luz lunar envuelve con sus tinieblas grises las criaturas de la noche. Lugares yermos de ominosas humedades donde se alimentan las pesadillas, ojos vigilantes que devuelven la mirada multiplicada, seres infernales que recuerdan las polimorfas deidades del panteón hindú. La crónica negra que Mundi nos propone despierta, en nuestra memoria biológica, el horror ciego de la ciénaga prehumana donde los anfibios comenzaron su larga marcha evolutiva.  

 

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UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO

Tal como una pradera entregada al olvido, se expande, florecida de inciensos y cardones, al huraño zumbido de sucios moscardones.
¡Que venga! ¡Que venga! el tiempo que nos prenda.
Amaba el desierto, los vergeles quemados, las pequeñas tiendas marchitas, las bebidas tibias. Me arrastraba por calles hediondas y, con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios de fuego.
“General, si queda un viejo cañón sobre tus ruinosas murallas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡A los cristales de los espléndidos almacenes! ¡a los salones! Que la ciudad trague su polvo. Oxida las gárgolas... Colma los tocadores con polvos de rubí ardiente...”
¡Oh el ebrio moscardón en el mingitorio de la posada, enamorado del sedimento, y al que un rayo disuelve!

Terminé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Permanecía ocioso, presa de pesada fiebre: envidiaba la felicidad de las bestias —las orugas, que representan la inocencia de los limbos, los topos ¡el sueño de la virginidad!

Arthur Rimbaud


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DESPUES DEL JUICIO

Y vi los muertos, grandes y pequeños, que estaban delante de Dios; y los libros fueron abiertos: y otro libro fue abierto, que es el de la vida: y fueron juzgados las muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras.
Y el mar dio los muertos que estaban en él; y la muerte y el Infierno dieron los muertos que estaban en ellos: y fue hecho juicio de cada uno según sus obras.
Y el Infierno y la muerte fueron arrojados en el lago de fuego. Esta es la muerte segunda.
Y el que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue arrojado en el lago de fuego.
Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Porque el primer cielo y la primera tierra se fueron: y el mar ya no es.
Y yo Juan vi la ciudad santa, la Jesusalén nueva, que descendía del cielo, de Dios, dispuesta como una
Esposa ataviada para su Esposo.
Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y morará con ellos. Y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios en medio de ellos será su Dios.

Apocalipsis del Apóstol San Juan, XX, XXI

 

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INFIERNO


Inferum, subterráneo: los pueblos que enterraban a sus muertos los ponían en el subterráneo; su alma quedaba, pues, con ellos. Tal es la primera física y la primera metafísica de los egipcios y de los griegos.
Los indios, mucho más antiguos, que habían inventado el ingenioso dogma de la metempsicosis, jamás creyeron que las almas estuvieran en el subterráneo.
Los japoneses, los coreanos, los chinos, los pueblos de la vasta Tartaria oriental y occidental, ignoraron la filosofía del subterráneo.
Con el tiempo, los griegos hicieron del subterráneo un vasto reino, que liberalmente ofrendaron a Plutón y a su esposa Proserpina. Les asignaron tres consejeros de Estado, tres amas de llave, denominadas furias, tres parcas para hilar, devanar y cortar el hilo de la vida de los hombres. Y como en la antigüedad cada héroe tenía un perro para cuidar la puerta de su casa, le dieron a Plutón, un voluminoso perro con tres cabezas; porque todo era triple.
De los tres consejeros de Estado, Minos, Eaco y Radamante, uno juzgaba a Grecia, el otro al Asia Menor (porque los griegos no conocían entonces la gran Asia), y el tercero a Europa.
Los poetas, que inventaron estos infiernos, fueron los primeros en ridiculizarlos. Ora Virgilio habla seriamente de los infiernos en la Eneida, porque entonces el tono serio conviene a su tema; ora habla con desdén en las Geórgicas.
Felix qui potuit rerum cognosrere causas.
Atque metus omnes et inexorabile fatum
Subjesit pedibus, strepitumque Acherontis avari!
Aplaudidos por cuarenta mil manos, estos versos de la Tróada eran declamados en los teatros de Roma.
Taenara et aspero
Regnum sub domino, limen el obsidens
Cultos non fasili Cerberus ostio.
Rumores vacui, verbaque inania,
Et par sollicito fabula somnio.
Lucrecio, Horacio, se expresan con igual vigor. Cicerón, Séneca, hablan en el mismo tono en numerosas ocasiones. El gran emperador Marco Aurelio razona aun más filosóficamente41. «Quien teme a la muerte, o teme verse privado de todos los sentidos o teme nuevas sensaciones. Pero si te privan de tus sentidos, no te alcanzarán los dolores ni las miserias. Si tienes sentidos de otra naturaleza, serás otra criatura.»
La filosofía profana no tenía cómo responder a este razonamiento. Sin embargo, por la contradicción innata
a la especie humana, y que parece ser la clave de nuestra naturaleza, cuando Cicerón decía públicamente:
41 VIII, 62 ni siquiera una vieja cree en estas inepcias, Lucrecio confesaba que estas ideas impresionaban profundamente a la gente; decía que su misión era destruirlas.
Es pues verdad que aun entre los más humildes del pueblo algunos se reían del Infierno y otros lo temían.
Para unos Cerbero, las furias y Plutón eran fábulas ridículas; otros no cesaban de llevar ofrendas a los
Dioses infernales. Era como entre nosotros.
Et quocumque tamen miseri venere, parentant
Et nigras mactant pecudes, et Manibus divis
Inferias mittunt, multoque in rebus acerbis
Acrium attmitunt animos ad religionem.
Algunos filósofos que no creían en las fábulas de los infiernos, querían que el vulgo fuera contenido por esa creencia. Así Timeo de Locris, y Polibio, el historiador político. El Infierno, dice este último, es inútil a los sabios, pero conveniente al insensato vulgo.
Es bastante sabido que la ley del Pentateuco nunca anunció un Infierno. Tados los hombres estaban sumidos en este caos de contradicciones y de incertidumbres cuando Jesucristo vino al mundo. Confirmó la antigua doctrina del Infierno; no la doctrina de los poetas paganos ni la de los sacerdotes egipcios, pero la que adoptó el cristianismo y a la que todo debe ceder. Anunció un reino por venir y un Infierno interminable.
En Cafarnaum, Galilea, dijo expresamente: «Aquel que llame a su hermano Raca será condenado por el
sanhedrin; pero aquel que lo llame loco será condenado al gehenei hinnon, gehena del fuego.»
Esto prueba dos cosas: Primero, que Jesucristo no quería que se dijeran injurias; porque sólo le correspondía a él, como maestro, llamar a los fariseos prevaricadores raza de víboras.
Después, que aquellos que injurian a su prójimo merecen el Infierno; pues el gehena del fuego estaba situado en el valle de Hinnon, donde antaño quemaban a las víctimas de Moloch; y gehena significa el fuego infernal.
En otro lugar dice: «Y todo aquel que escandalizare a uno de estos pequeñitos que crean en mí: más le valdría que se le atase al cuello una piedra del molino, y se le echara en la mar.
«Y si tu mano te escandalizare, córtala: más te vale entrar manco en la vida, que tener dos manos, e ir al
Infierno, al fuego que nunca se puede apagar.
«Y si tu pie te escandaliza, córtalo: más te vale entrar cojo en la vida eterna, que tener dos pies, y ser echado en el Infierno, al fuego que nunca se puede apagar.
«Y si tu ojo te escandaliza, córtalo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que tener dos ojos, y ser arrojado en el fuego del Infierno.
«Porque todos serán salados con fuegos, y toda victima será salada con sal.
«Buena es la sal; mas si la sal fuera desabrida, ¿con qué la adobaréis? Tened sal en vosotros; y tened paz los unos con los otros.»
En el camino a Jerusalén dijo: «Y cuando el padre de familias hubiere entrado, y cerrado la puerta, vosotros estaréis fuera, y comenzaréis a llamar a la puerta diciendo: Señor, ábrenos: y él os responderá, diciendo: No sé de dónde sois vosotros.
«Entonces comenzaréis a decir: Delante de ti comimos y bebimos, y en nuestras plazas enseñaste.
«Y os dirá: No sé de dónde sois vosotros: apartaos de mí todos los obreros de la iniquidad.
«Allí será el llorar y el crujir de dientes, cuando viereis a Abraham, y a Isaac, y a Jacob y a todos las profetas en el reino de Dios, y vosotros excluidos.»
A pesar de las positivas declaraciones emanadas del Salvador del género humano, que prometen el castigo eterno a quienes no pertenezcan a nuestra Iglesia, Orígenes y algunos otros no han creído en la eternidad de las penas.
Los socinianos las repudian, pero están fuera del seno de la Iglesia. Los luteranos y los calvinistas, aunque alejados del seno, admiten un Infierno sin fin.
Desde que los hombres vivieron en sociedad, debieron de comprender que muchos culpables escapaban a la severidad de las leyes; éstas castigaban los crímenes públicos; hubo que poner una valla a los crímenes secretos; sólo la religión podía hacer esta valla. Los persas, los caldeos, los egipcios, los griegos, imaginaron castigos para después de la vida; y de todos los pueblos antiguos que conocemos, los judíos, como ya lo hemos observado, fueron los únicos que tan sólo admitieron castigos temporales. Es ridículo creer o simular creer, fundándose en algunos textos oscuros, que la existencia del Infierno era reconocida por las antiguas leyes hebreas, por el Levítico, por el Decálogo, ya que el autor de estas leyes no dice una sola palabra que se refiera a los castigos de la vida futura. Habría derecho de decir al redactor del Pentateuco: Eres un hombre inconsecuente y sin probidad, como desprovisto de sentido, muy indigno del título de legislador que te arrogas. ¿Cómo? ¿conoces el dogma del Infierno tan moderador, tan conveniente para el pueblo, y no lo anuncias expresamente? En tanto que es admitido en todas las naciones que te rodean, te satisfaces con dejar adivinar ese dogma a unos comentadores que sobrevendrán cuatro mil años después, y que torturarán algunas de tus palabras para que expresen lo que no has dicho. Obien eres un ignorante, y no sabes que esa creencia es general en Egipto, en Caldea y en Persia; o bien eres un hombre poco discreto ya que, informado de ese dogma, no lo tomaste como fundamento de tu religión.
Los autores de las leyes judías podrían, a lo sumo, responder: Confesamos ser hombres excesivamente ignorantes; muy tarde hemos aprendido a leer; nuestro pueblo era una horda salvaje y bárbara que, según lo admitimos, erró durante la mitad de un siglo por desiertos impracticables, que finalmente, por las más odiosas rapiñas y las crueldades más aborrecibles que recuerda la historia, usurpó un pequeño país. No teníamos comercio alguno con las naciones civilizadas; ¿cómo quieren ustedes que pudiéramos (nosotros, los más terrestres de los hombres) inventar un sistema plenamente espiritual?
Sólo empleábamos la palabra que corresponde a alma, para significar vida; sólo conocimos nuestro Dios y sus ministros, los ángeles, como seres corpóreos: la distinción entre el alma y el cuerpo, la noción de una vida futura, son el fruto de una dilatada meditación y de una filosofía muy fina. Preguntad a los hotentotes y a los Negros, que habitan un país cien veces más extenso que el nuestro, si conocen la vida futura. Nos basta haber persuadido a nuestro pueblo de que Dios castigaba a los malhechores hasta la cuarta generación, ya sea por la lepra, por muertes súbitas o por la pérdida de los pocos bienes que podían poseerse.
A esta justificación podría responderse: Habéis inventado un sistema evidentemente ridículo, ya que el malhechor que gozara de buena salud y cuya familia prosperara, necesariamente se reiría de vosotros.
El apologista de la ley judaica respondería entonces: Os equivocáis, ya que para un criminal que razonara con justeza, habría cien que no razonaran. Aquel que habiendo cometido un crimen no sentía el castigo en su cuerpo ni en el de su hijo, temía por su nieto. Además, si no tenía entonces alguna de esas úlceras hediondas a las que éramos tan propensos, la tendría en el curso de los años: siempre hay desdichas en una familia, y fácilmente les hacíamos creer que esas desdichas eran enviadas por una mano divina, vengadora de las culpas secretas.
Sería fácil replicar a esto y decir: Vuestra excusa vale poco, ya que diariamente ocurre que las personas más honestas pierden la salud y los bienes; y si no hay familia a la que no ocurran desdichas, si estasdesdichas son castigos de Dios todas vuestras familias eran pues familias de bribones.
El sacerdote judío podría aún responder; diría que hay desdichas vinculadas a la naturaleza humana, y otras expresamente enviadas por Dios. Pero se le haría ver a este razonador cuán ridículo es pensar que la fiebre y la helada son a veces una reprensión divina y a veces un efecto natural.
En fin, entre los judíos, los fariseos y los esenios admitieron la existencia de un Infierno a su modo: este dogma ya había pasado de los griegos a los romanos, y fue adoptado por los cristianos.
Muchos padres de la Iglesia no creyeron en las penas eternas; les parecía absurdo quemar durante toda la eternidad a un pobre hombre porque había robado una cabra. En vano dice Virgilio en el sexto canto de su
Eneida:
Sedet aeternumque sedebit infelix Theseus.
Pretende inútilmente que Teseo esté para siempre sentado en una silla, y que esta postura sea su suplicio.
Otros creían que Teseo era un héroe que en modo alguno estaba sentado en el Infierno y que se encontraba en los Campos Elíseos.
No hace mucho que un teólogo calvinista llamado Petit-Pierre, predicó y escribió que un día los réprobos tendrían su perdón. Otros pastores le respondieron que no tolerarían eso. La disputa se enardeció; se afirma que el rey les dijo que si querían ser condenados sin regreso, lo encontraba muy bien, y que los ayudaría.
Los condenados de la iglesia de Neuchâtel depusieron al pobre Petit-Pierre, que había confundido el infierno con el purgatorio. Se ha escrito que uno de ellos le dijo: Amigo mío, no creo más que tú en la eternidad del infierno; pero sabed que es útil que tu sirviente, tu sastre, y, sobre todo, tu procurador crean en ella.
Añadiría, como ilustración a este pasaje, una breve exhortación a los filósofos que, en sus escritos, niegan totalmente la existencia del infierno. Les diría: Señores, no pasamos nuestra vida con Cicerón, Atico, Catón,
Marco Aurelio, Epictecto, el canciller del Hospital, La Motte-le Vayer, Des-Ivetaux, René Descartes, Newton,
Locke, Nicon el respetable, Bayle, que estaba tan por encima de la fortuna; ni con el virtuoso pero demasiado incrédulo Spinoza que, aunque no tenía nada, dio a los hijos del Gran Pensionario de With una pensión de trescientos florines que le otorgaba el gran de With, a quien los holandeses devoraron el corazón, aunque en ello no obtenían ninguna ventaja. Todas las personas que tratamos no son como
Des-Barreaux, que pagaba a los litigantes el valor de juicios que, por olvido, no había expuesto. Todas las mujeres como Ninon l'Enclos, que observaba minuciosamente los convenios en tanto que los más graves personajes los violaban. En una palabra, Señores, todos los hombres no son filósofos.
Debemos tratar con infinidad de bribones que han reflexionado poco; con una multitud de personas mezquinas, brutales, ebrias, ladronas. Predicadles, si queréis, que no hay infierno y que el alma es mortal.
Por mi parte yo les gritaría que si me roban serán condenados: imitaríais a ese cura rural que habiendo sido robado por sus feligreses, les dijo en el sermón: No sé en qué pensaba Jesucristo al morir por canallas como vosotros.
Un excelente libro para los tontos es el Pedagogo cristiano, compuesto por el reverendo padre Outreman, de la Compañía de Jesús, y aumentado por el reverendo Coulon, cura de Ville-Juif-les-Paris. Gracias a Dios disponemos de cincuenta y una ediciones de este libro, en el cual no hay una página donde se halle un vestigio de sentido común.
El hermano Outreman afirma (página 157 de la edición in-4) que el barón de Honsden, un imaginario ministro del gabinete de la reina Isabel, predijo a Cecil y a otros seis ministros que todos ellos serían condenados al Infierno; suerte de la que no escaparon, y de la que nunca escaparon los heréticos. Es probable que Cecil y los otros ministros no creyeran en la profecía del barón de Honsden; pero si este presunto barón hubiera hablado a seis burgueses hubiera sido creído.
Hoy que ningún habitante de Londres cree en el infierno, ¿qué hacer? ¿qué valla nos queda? La del honor, la de las leyes, aun la de la Divinidad que, sin duda, quiere que seamos justos, haya o no infierno.

Voltaire, Dictionnaire Philosophique (1764).

 

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LA ALUCINACION DE LA MUERTE

Después de nuestra muerte la conciencia emerge alarmada, a un vacío expectante; poco a poco, horribles criaturas lo pueblan. Advertimos luego que estamos suministrando las formas y los actos que allí ocurren: las horribles criaturas son el producto de nuestro pavor.

E. Soames, Negations (1889).

 

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CORRESPONDENCIAS ARCANAS

Quienes se han deleitado en secretas y pérfidas conjuraciones, buscan en el mundo de los espíritus grutas abiertas en la roca y frecuentan habitáculos tan oscuros que ni siquiera se ven la cara, y susurran en los rincones.
Quienes han estudiado las ciencias por mero orgullo y han almacenado muchos hechos en la memoria, buscan lugares arenosos y los prefieren a los prados y a los jardines.
Quienes han fatigado su entendimiento con doctrinas teológicas, pero sin aplicarlas a la vida, eligen lugares rocosos y viven entre montones de piedras. Quienes por varias artes se han elevado a sitiales de honor y han adquirido riquezas, se dedican en la otra vida al estudio de la magia, y en ella encuentran el más alto deleite.
Quienes han anhelado la venganza y han adquirido así una naturaleza cruel y salvaje, buscan sustancias cadavéricas y se alojan en los infiernos que las producen.

Emanuel Swedenborg, De Coelo et Inferno, párrafo 488 (1758).